El lugar tenía como fachada un bar de mala muerte. Llegamos cerca de la medianoche. Yo no sabía de la existencia de tales lugares hasta que, en aquella visita a Las Cruces, cinco años atrás, Francisco Casas me contó de sus correrías con Marío Bellatín en el D.F. En aquel momento no le creí: asumí que la anécdota era parte de uno de esos mecanismos que hacen de la literatura la vida misma, que visten al lobo con piel de lobo. Nos sentamos con Ernesto y su pareja en una mesa cercana al escenario. Pedimos vodka tonic. Transcribo la breve descripción del lugar que ella anotó en su libreta: Once mesas, una alfombra oscura llena de arabescos indefinidos, un pequeño escenario y, sobre él, una serie de lámparas y espejos —cuyo reflejo nos devuelve una imagen amarillenta y opaca—. Ocurrió lo que tenía que ocurrir, pero no encontré en el espectáculo, en esa puesta en escena que fingía placeres, que intentaba reproducir cierto furor sadomasoquista, la violencia que sí encontré en los espejos. Pude vernos, a ella y a mí, con la mirada fija en un punto que no era sino la aniquilación de toda posibilidad de identificarnos con lo que sucedía a unos cuantos metros. Estaba sola, supe que debía buscarla, hacerle saber que no la había abandonado, pero no lo hice. Nuestro rostro, este reflejo, se convertiría de un momento a otro en el espejo del Callejón del Gato. Nos llenamos de espanto sin motivo aparente. Ernesto se dirigió hacia nosotros con una sonrisa que no ocultaba su satisfacción, orgulloso de habernos llevado a ese lugar, pero ya no podíamos escucharlo. Alguien lo había preparado todo, alguien había anticipado nuestro miedo. El salón es este ruido ensordecedor, el humo del cigarrillo, tu mirada perdida.